Ceder / Eman

Ella se mantenía justo a la orilla, casi colgada, rodeada de un gran espacio. El azul del cielo la invadía, el aire circulaba en su cabeza hueca, sólo le faltaba ceder, dejarse llevar, y el ronquido del torno no cesaba, como una voz furiosa que la llamaba.

 

Madame Bovary, Gustave Flaubert.

 

 

Ceder es una palabra bella. En primer lugar, resbala, no se entretiene en las grutas del paladar; no exige movimientos contorsionistas de la lengua, posiciones extrañas de los labios. Apenas requiere abrir mucho la boca. Los dientes de arriba reciben el suave empujoncito de la lengua, casi un choque amistoso, y con él sale volando la palabra expulsada. Allá va ceder, ligera y peleona.

 

Además, ceder es uno de esos términos con significados llenos de matices. Una puede ceder a sus impulsos; en ese caso se deja llevar, se abandona, se lanza al vacío. O una puede ceder unos derechos, un término mucho más serio, pero que implica también una cierta pérdida de control. En todos los casos, siempre hay una rendición: parece que ceder es el final de una pelea en la que aquella que cede pierde y al mismo tiempo gana. Pierde porque claudica y se rinde, acepta que su enemigo es más fuerte; pero al mismo tiempo gana, porque es en ese ceder donde amaina la lucha, y con el fin de la lucha llega la liberación.

 

Lo bonito de la palabra ceder es que la lucha a la que alude es a menudo con una misma. Desvela la existencia de una “yo” controladora que no puede dejar de limitar a otra “yo”, mucho más atrevida, desmelenada, amante de las emociones fuertes y de los impulsos irrefrenables. Por ello, ceder es un placer disimulado, oscuro, en el que nuestra “yo” correcta intenta aparentar que no se alegra por la victoria de su salvaje contrincante, que es ni más ni menos que ella misma.

 

Zuhar Iruretagoiena tiene el don del título: sus presentaciones, exposiciones y obras siempre se completan con palabras que tiñen de matices las piezas. En una charla llamada “Piedras en el bolsillo” le oí hablar de su tendencia a hacer piezas más grandes que ella, tan pesadas que era incapaz de moverlas. A dejarse superar por la materia, a jugar con ella a luchas de control. Y de cómo luego, con el tiempo, ha ido figurando modos de hacer en los que todo lo creado es manejable y se adapta a una escala humana, menos monumental. Como si la materia y ella llegaran a un armisticio tras un profundo agotamiento mutuo.

 

Estas palabras me recordaban otras, escuchadas a Quico Cadaval, un hombre dedicado a contar historias, quien, citando a algún sabio griego, explicaba que la diferencia entre el veneno y el alimento reside en que nuestro cuerpo es capaz de controlar el alimento, mientras que el veneno es capaz de controlar nuestro cuerpo. Las peleas por el control son múltiples y paralelas: el cuerpo con el alimento, nuestras “yo” ordenadas y salvajes, Zuhar y la materia. Y el final de cada una de esas batallas es un placer y un desgarro al mismo tiempo.

 

Las obras de la exposición “Ceder” parten de este mismo desgarro: se originan en un momento de absoluto abandono de control. Zuhar salta de un avión y se deja caer hacia una tierra que amenaza con golpearla con fiereza, esperando el momento en el que se abrirá su paracaídas. Se podría decir que Zuhar se precipita de la plataforma del control, se arranca de ella y se lanza a las manos del abismo. Durante un largo instante (parece que nunca llegará al suelo) una sensación de furor y de liberación absoluta se apodera de Zuhar, y se contagia a quien ve el vídeo. Hemos dejado atrás todo, nada nos acompaña excepto nosotras mismas. Zuhar cede y nosotras cedemos con ella.

 

Igual que Emma Bovary, rodeada del gran espacio y del gran azul. Sólo que ella no cedió, aquella vez no. Y en el caso de Emma Bovary, perdida en una lucha entre una yo constreñidora, apoyada por el día a día, y una yo rebelde hinchada por las ínfulas del romanticismo, aquel ceder significaba la muerte, que era su única liberación. En el caso de Zuhar, en cambio, ceder es una explosión de vida, de esa expectorante, feliz, dolorosa e insultante.

 

Las obras, en cambio, se alejan de la performatividad. La acción del salto, el momento de euforia sirve de piñata, que al abrirse libera la serie de piezas que forman la exposición. A pesar de ser independientes, construyen un todo, hablan entre sí. También rebelan las tensiones y los estrictos controles que se esconden tras el momento de liberación y de desprendimiento. Es el caso del pliegue, un gesto sencillo, una marca en la materia, una forma de componer que en el paracaidismo resulta violentamente imprescindible: un paracaídas que no se ha doblado de forma correcta no se abre en el salto. Un origami que salva la vida. En un juego de fuerza, una vez más, Zuhar intenta plegar unas brillantes planchas de aluminio, pintadas de colores tan vivos que parecen pigmento solidificado. Finalmente, el armisticio llega: la materia no da más de sí, no llega a plegarse por completo, pero los pliegues han dejado su rastro, imponiendo su personalidad y convirtiendo la materia en objeto.

 

El juego contrario se teje con unas cuerdas de resina, una imitación cristalizada del roce de la soga sobre la piel. Si el estatismo del aluminio debe tornarse flexible, la flexibilidad de la cuerda se convierte en estática. Las materias se intercambian, transformándose en esculturas, ocupando el espacio y haciendo de la exposición una instalación.

 

La supuesta pérdida de control también implica esconder un lenguaje. Parecería que el idioma sería innecesario en un instante de liberación individual total, en el que la persona voladora se funde en el paisaje. “El azul del cielo la invadía”. Pero, al contrario que en el fallido suicidio de Emma, el salto en paracaídas es una lucha por la supervivencia, y para ello la relación entre las dos personas amarradas al paracaídas es fundamental. No obstante, las palabras no caen tan rápido como los cuerpos. “El aire circulaba en su cabeza hueca”. Por ello, una serie de dibujos crípticos, sencillos y expresivos al mismo tiempo, nos introducen al mundo de los gestos que se convierten en idioma en el aire. Sólo que carecemos de piedra Rosetta: al igual que el pliegue, el lenguaje se torna gesto artístico. Sus formas nos atraen, abstraídas de su significado.

 

También el color es un elemento de impacto en “Ceder”: nos golpea desde las planchas plegadas, pero también nos llama, más discreto y aún presente, desde los cinco pequeños cuadros que representan bolsas de la compra convertidas en diminutos paracaídas. Artilugios festivos que nos acompañaban, de niñas, a resbalarnos por la nieve, o a bajar corriendo por las laderas, o que salvaban (o no) la integridad de nuestros juguetes cuando los tirábamos de las ventanas. Inocentes, inseguros, sencillos y quebradizos, estos paracaídas de reciclaje aluden al mismo tiempo a la añoranza del juego y a la escala de las acciones. La distancia entre un cuerpo corriendo sobre la hierba y un cuerpo cayendo de un avión. Y, en ambos casos, la sensación incandescente de ceder.

 

Y siempre, con Zuhar, la palabra. Esa palabra que aparece discreta, sobre el tradicional blanco del papel, en marcos apoyados sobre plintos y paredes. La palabra está ahí, aunque se esconda tras el rosa chillón del aluminio. Es una palabra escueta pero también explosiva, rayana en el éxtasis de la felicidad, una celebración de la vida con forma de intercambio de emails. La misma palabra es una cesión al placer de ceder, un desafío al control. Ceder es un grito al viento.

 

 

 

 

 

Haizea Barcenilla

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